Obra Personal (Fotografía)

Soy un Animal- Origen


Sobre los bárbaros.


Todas las cosas son obra de la naturaleza, de la suerte o del arte. Las más grandes y magníficas proceden de una de las dos primeras causas; las más insignificantes e imperfectas, de la última.

Platón.


La historia es antigua. El hombre en el campo o el hombre junto al campo o el hombre contra el campo. El ser humano junto, contra, sobre… el río, el viento, los árboles o las abejas.  El ciudadano en el barro, el político pescando en la marea baja, el guerrero cabalgando sobre la hierba. La historia es tan antigua que a veces la perdemos de vista. Pasa cuando subimos por las escaleras mecánicas de un centro comercial y a través de los cristales vemos caer la nieve. Es una ilusión. Esa nieve nos afecta tan poco que no existe. Estamos rodeados de aislantes, de luces, de calefacciones y agua caliente, tan alejados de lo que ocurre allí afuera que ese doble cristal podría ser el grueso muro de una prisión ¿Somos nosotros los prisioneros o es la naturaleza nuestro reo?.

Bruce Charles Modison inventó algo en los años setenta del pasado siglo que llevaba miles de años inventado: el sentido común para relacionarnos con lo que cultivamos. Modison acuñó el término permacultura como una contracción que se refería a la agricultura permanente y que se amplió a la cultura permanente por todos los aspectos sociales que intervienen en este sistema en continua mutación. Modison y David Holmgren, los reinventores de esta nueva manera de entender nuestro vínculo con la naturaleza, se basaron en los estudios de Masanobu Fukuoka, un biólogo japonés que abandonó la investigación para volver a su granja a cultivar naranjas. La esencia del método de Fukuoka es reproducir las condiciones naturales tan fielmente como sea posible. Dos mil años de civilización para volver al origen de todo, al espacio bruto y maternal de la naturaleza.

En 1967 Juan Berenger publicó una obra maestra de la literatura de la vida silvestre: El mundo de Juan Lobón, la historia de un hombre salvaje que sobrevive a duras penas en los últimos coletazos del viejo orden en el que la naturaleza marcaba sus propias reglas. Lobón es una alegoría del noble salvaje que vive en paz con su entorno y con el prójimo pero que no se fía de “los que llevan las uñas limpias”. El mito del noble salvaje tiene su apogeo durante la ilustración francesa. En los ensayos de Montaigne, el filósofó francés se refiere a los caníbales como “aquellos que permanecen todavía en los confines de su ingenuidad primitiva”. Y el humanista cuenta esta historia para mostrar la supremacía del salvaje frente al ser civilizado: “Tres hombres de aquellos países, desconociendo lo costoso que sería un día para su tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y que su comercio con nosotros engendraría su ruina (…) vinieron a Rouen cuando el rey Carlos IX residía en esta ciudad. El soberano les habló largo tiempo; les mostraron nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierran una gran ciudad. Luego, alguien quiso saber la opinión que se había formado (…) Dijeron que encontraban muy raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien armados como rodeaban al rey (acaso se referían a los suizos de su guardia) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, y no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar (según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos como la otra mitad), observaron que había entre nosotros muchas personas llenas y ahítas de toda suerte de comodidades y riquezas; y que los otros mendigaban a sus puertas, descarnados de hambre y miseria, y que les parecía también singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros, o no prendieran fuego a sus casas”.

El hombre que plantaba árboles es un narrador anónimo en el cuento escrito por Jean Giono. Es un pastor, un caníbal, un salvaje que cada día recorre el monte con sus ovejas y va sembrando, en un imperturbable trabajo a lo largo de los años, bellotas en los páramos resecos de la Provenza donde los Alpes se doman frente al Mediterráneo. Esos árboles traen el agua y la sombra, sujetan la tierra en las laderas pero sobretodo devuelven al ser humano, al pastor o al arriero, la esperanza del sentido común, de la vuelta a la naturaleza. Esos árboles, que son el eje del relato de Giono, son un ariete que derrumba los muros de la prisión y nos hacen sentir el frío de la nieve y la sequedad del aire cortándonos la piel.

Alfredo Tobía ha conseguido derrumbar  la barrera entre el hombre y la naturaleza en sus fotografías. Ha dejado que el entorno se anteponga al arte. Como un pastor paciente de la Provenza, como un cazador furtivo de las sierras gaditanas, como un caníbal más, ha pasado largas tardes en su jardín sin más tarea que la de observar y relacionarse con el medio. Hay veces en que la no acción, la espera y la observación son las partes más cruciales de un proyecto creativo. En su jardín ha reconocido el olor de la tierra mojada después de la tormenta, el aplomo de la secuoya durante el anticiclón veraniego, el caos del guindo frente al viento del norte que llega cargado de frío castellano. Alfredo ha trabajado como un agricultor que mima la tierra y se apoya en la azada después de la jornada de trabajo para mirar satisfecho en derredor y escupir con pereza sobre el último renque. Y es que este trabajo suyo, a pecho descubierto y camisa arremangada, está cargado de sentido común. No parece descabellado cambiar los focos por el sol y la sombra de los árboles y hacer que el día, el gran día natural, se convirtiese en el reloj de sus retratos. Hombres desnudos, mujeres tatuadas con sombras de olivos, rostros reconocibles en la prisión del aislamiento del doble cristal que ahora toman, gracias al ojo, la paciencia y el amor por la tierra de Tobía, la silueta de los hombres libres de Montaigne, de los bárbaros, de los caníbales sencillos y rudos de verídico testimonio.


Simón Elías es guía de montaña y bárbaro aficionado.